Una lectura de su obra a partir del Anuario mínimo
Eduardo Chirinos
escribe una poesía que ha sobrevivido a la inteligencia, y eso es algo por lo
que todo lector le estará agradecido. Cuando pienso en su obra,[1]
veo, en efecto, a un escritor de una agudísima inteligencia, autor por eso de
algunos de los mejores libros “de diseño” que he leído en los últimos años. Con
una idea muy básica, un par de pases mágicos y algún otro truco siempre bien
administrado, Chirinos ya escribió un libro. Chirinos es un prestidigitador, a
medio camino siempre entre la educación libresca del alquimista y la rapidez de
mano del embaucador callejero. ¿Un tema: música? Y aparece Breve historia de
la música, con sus piezas en orden
cronológico. ¿Una frase, sólo una, de Huidobro? Y aparece No tengo
ruiseñores en el dedo. ¿Un viaje
iniciático? Aparece Escrito en Missoula. En todos los casos hay una puntería excepcional: cada idea, cada tema
básico y en apariencia sencillo arroja un libro redondo, a veces cercano a la
perfección (como Breve historia de la música y Escrito en missoula) del alquimista que crea oro de la arena, y a veces
más cercano a la arena que al oro, como la vendería el pregonero (como Canciones
del herrero del arca). Aunque fuera una
broma (que alguno se la haya creído sólo la hace más graciosa), no cabe duda de
que el hecho de que el supuesto autor perdido del primer libro de Chirinos se
llame Horacio Morell, no es ni mucho menos fortuito: el mejor Chirinos es
clásico como Horacio en su dicción, rico como Borges en su narración del poema,
y un impostor sardónico como Morell. Lo sorprendente en todos estos casos es que,
siendo libros de un diseño impecable, no son libros fallidos desde el otro
punto de vista que interesa a la poesía, es decir, el de la emoción, el de la
realidad vital, el de la comunicación de experiencias asumibles por un lector
promedio. No son piezas de laboratorio.
Este equilibrio entre la planificación y la improbabilidad, entre la
pericia técnica de quien controla un oficio y la espontaneidad del que todavía
se sorprende por escribir poesía es sin duda la seña de identidad de este
poeta, que no parece tener otra poética
personal que la de escribir poesía.
La inteligencia de la que hablo no es léxica, o
no sólo léxica, ni opera sólo a nivel del poema exento; tiene que ver con la
arquitectura de cada uno de los libros y de la obra en su conjunto: los quince
libros de poesía publicados por Chirinos hasta ahora forman ya, en efecto, una
unidad con un orden y un desarrollo orgánicos. Los lectores españoles de esta
obra conocen seguramente sólo la segunda parte, a partir de Abecedario del
agua (2000), es decir, los libros que han
sido publicados en España, mientras que los lectores peruanos conocerán mejor
la segunda, que ahí se ha publicado en editoriales de mejor distribución que
los libros iniciales. Esta segunda parte, a la que se debería añadir el inmediato
anterior, El equilibrista de Bayard Street (1998), se superpone de manera natural a la primera, que va de los Cuadernos
de Horacio Morell (1981) a Recuerda,
cuerpo... (1991). Son dos partes
naturalmente diferenciadas, que el lector identifica por algunos rasgos
externos, pero sobre todo por una diferencia de gradación: exceptuados los Cuadernos, los libros de esa primera parte tienen todos una
dicción más contenida, más "clásica" si se quiere. No en vano Cote
Baráibar, en una antología profética, dijo que Chirinos era, hacia principios
de los noventa, el más "clásico" de un entonces emergente grupo de
poetas hispanoamericanos.[2]
La segunda parte es más libre, más dispuesta a dialogar con las vanguardias
históricas y con las numerosas ramificaciones que éstas tuvieron (y tienen) en
Hispanoamérica. En Anuario mínimo,[3]
su libro más reciente, mezcla de prosa poética, diarística y ensayística,
Chirinos interpreta esa oscilación con esta imagen:
Mi oreja es
vanguardista, mi ojo clásico. Como todas las parejas tienen sus pleitos y
malentendidos, pero en general se llevan bien. Saben que se necesitan. Que el
uno no puede vivir sin el otro.
Una afirmación
que, mutatis mutandis, aparece en otros
poetas de su generación, y que formula con gran claridad el mexicano Antonio
Deltoro:[4]
ya no hace falta elegir entre Huidobro y Vallejo, entre Neruda y Borges, entre
Lezama y Eliseo Diego, entre Rojas y Juarroz, entre Paz y Sabines; se puede
tener, diría Chirinos, el oído puesto en unos y el ojo en otros. Parecería que
la primera parte de la obra de Chirinos está escrita más a ojo que a oído, con
más imágenes que asociaciones sonoras.
Pero más allá de la probable clasificación cronológica, que orienta pero
no dice gran cosa, lo más interesante, creo yo, en la obra de Chirinos es su
capacidad para escribir libros muy diferentes entre sí sin que al leerlos en
orden como si de una poesía completa se tratara den la impresión de ser
discordantes. En este punto, digamos, Chirinos adopta el "modelo Paz"
frente al "modelo Rojas", el "modelo Alberti" frente al
"modelo Guillén": libros contiguos que responden a tradiciones
literarias distintas, con tonos diferentes, escritos desde una perspectiva de
autor cambiante. En Anuario mínimo, lo
resume así:
Pascal
Quignard decía que el escritor “es un hombre atravesado por un tono”. ¿Y por
qué no por varios? Después de treinta años de escribir poemas percibo, sin
ninguna aprensión, que mis libros son como planetas solitarios que se rigen por
las mismas leyes de movimiento. Tal vez por esa razón nunca me he sentido
amenazado por los fantasmas de la esterilidad. Tampoco por los de la
repetición.
O como lo había
dicho más líricamente Cardoza y Aragón: la identidad no está en la dirección de
los rieles sino en el ritmo de la marcha. En la declaración de Chirinos está
implicito algo que se puede comprobar continuamente en la poesía actual: ya no
hay géneros, sólo hay tonos. Ya no se escribe épica, pero se puede escribir con
el "tono Neruda" o el "tono Zurita"; o epigramática, pero
se puede escribir con el "tono Pacheco"; o elegía, pero se puede
escribir con el "tono Montejo"; o poesía filosófica, pero si se logra
escribir como Juarroz ya casi se es un presocrático. En lo que se puede ir más
allá es en la alternancia de los tonos: en lugar de pulir uno solo, como dice
Quignard, mejor usar varios. El cambio de tono es en verdad un cambio de
tradición y un cambio de forma: entre tres libros contiguos como, pongamos por
ejemplo, Humo de incendios lejanos
(2009), Catorce formas de melancolía
(2009) y Mientras el lobo está (2010)
hay al menos tres fracturas, tres cambios al vuelo entre diferentes tradiciones
y modos.
Quizá no sobre poner un mínimo ejemplo de lo
que digo. El primer texto de Humo de incendios lejanos:
cómo llamar este poema lo llamaré fluir de
aposentos
lo llamaré estrépito de frondas poema de amor con
rostro
oscuro hermoso título alguien no sé quién me dice
cuídate
de los significados no busques verdad detrás de la
belleza
aprende a respirar con la mirada en una galería de
arte
una mujer de ojos tristes devora ratas devora
picassos
duerme en cuartos de hospital escucha esta
historia érase
una vez una princesa bah la muerte no tardará en
aparecer
la muerte sus ojos azules sobre mi plato vacío
El primero de Catorce formas de melancolía:
Oír cantar de noche un pájaro. Un pájaro
en las ramas de un árbol cualquiera:
alerce,
pino, álamo temblón. Ser por esa noche
el pájaro. Sólo por esa noche
la ventana cerrada. La soledad. El viento.
El primero de Mientras el lobo está:
Y bien,
aquí estamos de nuevo. Yo, sentado
frente
al ordenador, sin bañarme. Tú,
como
siempre, detrás de la pantalla, haciéndome
gestos
en la música, nadando en el café ya frío.
Por
la ventana veo caer la nieve. No le presto
atención,
hace tiempo dejó de ser metáfora.
Pronto
volverá Jannine de la universidad.
Si
en diez minutos no apareces
me
iré a tender la cama, a darme una ducha,
a
calentar el almuerzo. Tal vez entonces
te
vea dormida entre las sábanas, en las gotas
que
resbalan en la cortina del baño, dejando
mensajes
en la borra del café. Ya lo sabes:
si
te escondes, bien; si vienes, bien. La paciencia
es
una virtud que se gana con los años. Cuando
llegue
Jannine le diré que he perdido la mañana.
Me
dirá sonriendo que no importa, y será suficiente
para
volver a empezar. Lo malo de la poesía
–dijo
Billy Collins– es que anima a escribir más poesía.
Cito el primero
de cada libro para que el lector se imagine la transición de uno al otro:
cuando ya se ha hecho a un ritmo y una morfología del poema, Chirinos se los
cambia por otros. El punto desde el que viene el discurso cambia tanto como el
discurso mismo. Sin mayúsculas y sin puntuación, el primer libro está en casa
en la tradición de Westphalen, de Oquendo, de Huidobro, de cummings, y no le
desagradaría a los seguidores más jóvenes de Zurita o Kozer. El segundo es de
la tradición "reflexiva": está en casa con Montejo (¿Quién no
recuerda los poemas de pájaros de Montejo?), con Sologuren, con Paz. El tercero
puede ser de un poeta español de los ochenta-noventa, buen lector de Gil de
Biedma o de Ángel González. Chirinos escribe los tres libros seguidos, quién
sabe si no al mismo tiempo, y esto no lo lleva a una suerte de esquizofrenia
estilística, pues hay una unidad de fondo que da coherencia a los tres discursos.
Sin recurrir a heteronimias ni complejas poéticas sobre la situación del sujeto
lírico, Chirinos hace que su lector le acompañe por territorios totalmente
diferentes mientras le habla de las mismas cosas.
La imagen de los planetas solitarios impulsados
por una extraña fuerza constante es, en “versión cósmica”, similar a otra que
aparecía ya en la obra de Chirinos: la literatura y la vida como un cubileteo
de letras en busca de un sentido. De nuevo en el Anuario:
Conservo una
fotografía en la que aparezco pequeñito con un abecedario en las manos. La
fotografía está debidamente coloreada y forma parte de una serie: en una
sostengo un mapache de goma, en otra luzco una gorrita verde, en otra le sonrío
al fotógrafo. Se trata de fotografías comunes y corrientes, pero no sé por qué
la del abecedario me inquieta. Tal vez porque en ella me veo analfabeto y
curioso, sin sospechar que en ese instante tenía el mundo en mis manos. Ese
mismo mundo que ahora me empecino en abarcar con palabras. Inútilmente, además.
El abecedario
como parte de una composición, de una toma de tantas de un fotógrafo que hace
decenas de fotos como esa diariamente; el abecedario como naturaleza muerta con
niño; el abecedario como instrumento de un oído que no obedece; como realidad inasible
y un tanto absurda, que se escapa entre las manos. Al final de un libro
titulado precisamente así, Abecedario del agua, hay un largo poema hecho de palabras sueltas, un pequeño diccionario
en el que se mezcla lo personal y lo absurdo:
A de ala avión algodón. Triste A la primera de la
fila. Álvarez Andrea Alberto. Aves águila
avestruz avutarda. Árboles alerce alcornoque. Arabia alféizar albaite azúcar.
Asiria Abisinia. Amor al alba los amantes se alegran y abrazan. [...]
R de Rosa Rubén raspadilla rapsodia. R con R
Rancagua R con R Rimbaud. Roncos rabinos rezan en Rusia. Reina rubia
romero remanso. Roberto Ramadán religión.
[...]
X de xero Xantipa xifoides. Solitaria x incógnita
x pornográfica xxx. Ximena Ximénez es
xenógrafa. Xarifa y Xavier compran xabones. En Xerez murió Xisuthros. Xalma xalón xaloque. Xeroftalmia xilófono
Xenófanes.
Aunque vistos en
perspectiva los libros adquieren a veces una significación mayor y se corre
siempre cierto riesgo de atribuirle a alguno un carácter de parteaguas que en
su momento no tenía, creo que en el caso de Chirinos sí hay dos libros
fundamentales: el primero, los Cuadernos de Horacio Morell, y el séptimo, El equilibrista de Bayard
Street. El primero es un libro fundacional
desde muchos puntos de vista, que es una lástima que no se haya publicado en
España cuando se publicó en Perú, en 1981: hubiera causado una gran extrañeza
leer un libro que combinaba a partes iguales, sin ningún pudor y –lo más
interesante– sin ninguna intención programática, por una parte el humor y por
otra el bagaje cultural explícito que en esos tiempos se atribuía en España a
dos corrientes poéticas totalmente irreconciliables. Los Cuadernos se presentan, además, como la obra de un poeta joven
muerto prematuramente, con lo cual la broma hubiera resultado redonda: podrían
haber sido por igual las anotaciones de un discipulo arrepentido de Gimferrer o
Carnero que de uno de García Montero o Benítez Reyes. No sé si Chirinos, al
otro lado del mundo, tenía idea de esto, pero, en perspectiva, ese libro
hubiera sido, para los lectores con un poco de memoria, una vacuna contra
muchas cosas. Y quizá lo sigue siendo, a la vista de algunos experimentos de la
así llamada postpoesía que se hace ahora mismo en España. De hecho, aunque los Cuadernos son un libro innegablemente ochentero, la búsqueda
que hay en ellos, y la perfecta mímesis de un joven poeta dando vueltas,
jugando a la gallinita ciega (así se llama la primera parte del libro) en los
vestigios de la tradición literaria son perfectamente aplicables a una parte de
la poesía española e hispanoamericana actuales:
–
¿Y después qué pasó?
–
Nada, pero recuerdo que cuando me tocó ser la
gallinita
ciega me vendaron los ojos con un trapo
negro
y luego de darme como veinte vueltas
se
marcharon todos a sus casas.
Jugar a la
gallinita ciega. Desde ese punto
de vista tal vez no sea una mera casualidad cronológica que precisamente
Chirinos sea uno de los poetas de mayor edad incluido por Gustavo Guerrero en
su reciente antología,[5]
si nos atenemos a la fortísima declaración de principios del antólogo: “es éste,
en su conjunto, el primer grupo de poetas hispanoamericanos que se forma y se
da a conocer en el período inestable de rupturas y transiciones que sigue a la
caída del paradigma moderno”. Tal
vez en perspectiva los libros adquieren una significación que no tenían... pero
tal vez ya la tenían y sólo era cuestión de tiempo (y de necesario contexto)
para que se notara; tal vez el pobre Horacio Morell no lo sabía, pero lo que le
ocurría es que era de los primeros de su especie en haberse quedado sin
paradigma moderno, y de ahi que tuviera que recurrir a un saqueo desesperado y
prolífico de cuantas tradiciones literarias encontrara a su paso. O tal vez
sólo se divertía imaginando monstruos en su cuadernito.
El otro libro fundamental para leer el conjunto
de la obra de Chirinos es El equilibrista.
Final de una etapa o comienzo de otra, según se quiera, se trata en todo caso
de un libro iniciático. Estaba claro en el libro, y ahora lo está más en el Anuario:
Treinta y tres
fue un buen augurio. Volví a casarme, dejé a mis espaldas la línea ecuatorial,
las islas azules del Caribe, el trópico de Cáncer. Alguien tendió una cuerda
entre mi casa y la torre de una iglesia. Las palomas revoloteaban a mi lado y un
frío inédito me hería dulcemente las narices. Abajo mi familia hacía adiós, mis
vecinos hacían adiós, hasta mi propia lengua hacía adiós. Yo evitaba mirarlos,
me aferraba al balancín, procuraba no perder el equilibrio.
¿La idea de
equilibrio en un libro que separa dos etapas de una obra es casual o no? Es
provisional, en el peor de los casos, pero de momento vale como una buena
hipótesis de lectura (a mi al menos me vale) y permite acercarse a la obra
mientras se aplique con... equilibrio. Nos remite a un equilibrio personal, lo
cual nos lo dice claramente el propio poeta en este párrafo, y como ya se leía,
por otra parte, en algunos poemas del libro, y sobre todo en el primero, que le
da título. Nos remite también a la idea de equilibrio entre diferentes
fidelidades literarias (el oído y el ojo). Entre diferentes territorios y
formas de vida (Perú y Estados Unidos, que aparecen constantemente enfrentados
en algunos libros y reconciliados en Escrito en Missoula). Entre el pasado y el presente, el movimiento y la
permanencia, que es suma de lo que trata, ahora, el Anuario mínimo.
Como texto autobiográfico que es, el Anuario
mínimo significa un ajuste de cuentas
personal que el autor hace público: una celebración y un examen, como ocurre en
cualquier cumpleaños. Chirinos nos ha dado con este libro, sin embargo, algo
más que un montón de información personal útil para entender su obra,
información que por otra parte ya estaba de manera casi literal en sus libros
de poesía: nos ha dado un atisbo de las fuerzas de movimiento que hacen que sus
libros orbiten de manera ordenada aunque sean muy diferentes entre sí, una ley
de gravedad válida para leerlo a él pero también para leer buena parte de la
poesía en español de nuestro tiempo, un universo de planetas solitarios cuyo
único rasgo en común parece ser esa cierta ley de gravedad.
*Publicado originalmente en Hueso húmero 60 (2012), pp. 135-143 y Luvina 68 (2012), pp. 131-13.
[1] Me refiero fundamentalmente a su poesía: Cuadernos
de Horacio Morell, Lima, Trompa de
Eustaquio, 1981 (2ª ed. Lima, Editorial Estruendomudo / Fondo Editorial de la
Universidad Católica Sedes Sapientiae, 2006); Crónicas de un ocioso, Trompa de Eustaquio, Lima, 1983; Archivo de
huellas digitales, Lima, Ediciones
Copé, 1985; Rituales del conocimiento y del sueño, Madrid, El Espejo de Agua, 1987; El libro de los
encuentros, Lima, Editorial Colmillo
Blanco, 1988; Canciones del herrero del arca, Lima, Editorial Colmillo Blanco, 1989; Recuerda,
cuerpo..., Madrid, Ediciones del Tapir, 1991; El equilibrista de Bayard Street, Lima, Editorial Colmillo Blanco, 1998; Abecedario
del agua, Valencia, Pre-Textos, 2000;
Breve historia de la música,
Madrid, Visor, 2001; Escrito en Missoula, Valencia, Pre-Textos, 2003; No tengo ruiseñores en el dedo, Valencia, Pre-Textos, 2006 y Lima, Peisa, 2008; Humo
de incendios lejanos, México, Aldus,
2009 y Lima, Mesa redonda, 2010; Catorce formas de melancolía, Lima, Tranvías, 2009 y Palma de Mallorca, Universitat
de les Illes Balears, 2010; Mientras el
lobo está, Madrid, 2010 y Lima, Mesa
redonda, 2010; 35 lecciones de biología (y tres crónicas didácticas), Madrid, Valparaíso, 2013. Antologías (entre otras): Naufragio de los días, Sevilla, Renacimiento, 1999; Derrota del otoño, Guadalajara (México), Filodecaballos, 2003; Coloquio
de los animales, Sevilla,
Renacimiento, 2008; Reasons for Writing Poetry (Ed., trad. y prólogo de G. J. Racz), Londres, Salt
Publishing, 2011.
[2] Prólogo a Diez de ultramar. Presentación de la
joven poesía latinoamericana, Madrid,
Visor, 1992.
[4] “Poesía a la intemperie” (entrevista), Fractal 14,
jul.-sept. 1999, pp. 103-121.
Un abrazo, amigo. Estás muy guapo en el retrato del blog.
ResponderEliminarYa lo creo: es de un gran artista. Muchas gracias.
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