Leído en Cáceres (noviembre de 2009)
Cuando recibí la
invitación para asistir a este congreso y se me dijo que debía hablar sobre
cualquier aspecto relacionado con las lecturas hispanoamericanas, hice un
recorrido por mi pequeña biblioteca para ver qué de todo eso era, en efecto,
lecturas hispanoamericanas. El saldo me dejó desolado: ¿eso era todo lo que
había podido salvar en tantos años de ir y venir a México?
Los libros son la primera victima de todas las migraciones, da igual que
se trate de épicas travesías de grandes grupos de personas o del humilde viaje
del que un día llena su maleta y se va a vivir a otra parte. Los libros pesan, y pierden siempre
frente a equipajes de uso más inmediato. Es probable que en un futuro no tan
lejano los escritores jóvenes que emigren sólo tengan que meter su libro
electrónico en la funda y se lleven allí toda su biblioteca. Felices serán, sin
duda, porque no dejarán atrás un pesadísimo lastre ni echarán de menos en sus
nuevos destinos los libros con los que crecieron. Quienes no llegamos a tiempo
para eso –cuando yo me marché de mi país ni siquiera era de uso común el correo
electrónico, mucho menos el libro– hemos dejado atrás bibliotecas que con el
tiempo simplemente se pierden, como se pierde otra larga lista de afectos. El
viaje no tiene siquiera que ser largo para que la biblioteca, la más pesada y
frágil de nuestras pertenencias, se pierda en el pasado.
Mi tatarabuelo fue un carpintero francés que
hacia mediados del XIX, muerto de hambre en el Alto Saona, se embarcó con su
mujer y su hijo tras la promesa de un terreno propio en México. Tenía
veintitrés años, los mismos que tenía yo cuando, muerto de otro tipo de hambre,
tomé la maleta que me regaló un amigo, quité la ropa interior que había olvidado dentro, y metí lo que podía llevar. En esa época las líneas
aéreas eran más generosas, si se puede usar esta palabra, que ahora: se podía llevar dos maletas de treinta
y dos kilos (ahora son dos de veintitrés). A los veintitrés años no se tiene
mucho, pero seguro que se tienen más de sesenta y cuatro kilos de vida. Después
de la ropa, los documentos, las cosas de uso diario, metí un libro, uno solo, y
lo facturé en un México-Madrid via Atlanta. Para entonces ya había perdido otra
biblioteca, la primera, y esa sí que fue dolorosa. Fue cuando me fui a vivir a
la ciudad de México, a los diecisiete. Vine en coche desde Chiapas, así que en
principio cabía más, pero no mucho más. Nunca volveré a tener un escritorio de
cedro como el que dejé allí.
De aquí a allá en Europa, me acostumbré a
reunir la menor cantidad posible de libros. Pero los que había dejado
abandonados en aquellas dos bibliotecas mexicanas me perseguían. Me dí cuenta,
tiempo después, que me había inventado unos sencillos fetiches que me
recordaban lo que había sentido leyéndolos, aunque ya no los tuviera a
mano. En la pared del piso de
estudiante o de la residencia que tocara, en Berlín o en Salamanca, ponía
siempre un poema con forma de pájaro. Es una fotocopia de la época en que hacía
mi memoria de licenciatura en México. Para mí, ese poema es una metáfora casi
perfecta de la poesía. Es aéreo, como el pájaro, pero posado firmemente en la
mesa. Es de letras y tiene forma. Uno recuerda las cosas como más le conviene
–no hay nada menos digno de confianza que la memoria de un escritor- pero yo
estoy casi seguro de que ese poema lo pegué con celo en la pared al día
siguiente que llegué a Salamanca, justo arriba de la mesa. Y juraría que lo he pegado arriba de
todas mis mesas. Es de Jorge Eduardo Eielson, un magnífico poeta y artista
peruano que pasó casi toda su vida en Italia. Ver el poema, leerlo, me traia de
vuelta parte de mi biblioteca perdida, en la que estaba ese libro, Poesía
escrita, publicado por Vuelta, la editorial
de Octavio Paz, en México, 1989. Nunca traje ese libro en los viajes que hice a
México en estos trece años. Tener el pájaro con las patas patas patas patas
patas patas en mi mesa era suficiente. En el último, pensé que tenía que
cumplir ya esa deuda, pero no pienso quitar la fotocopia de mi pared. La veo
cuando escribo esto.
Otro objeto que he intentado tener siempre a
mano es el buen Hanuman, el dios mono del Mahabharata, a
cuyo cuidado están los poetas. Antes de salir de México había leído deslumbrado
todos y cada uno de los libros de Octavio Paz, y había quedado no menos
deslumbrado por él mismo como persona. El Mono gramático me gustaba sobre todo porque es un libro de viaje, y
la poesía –la metáfora está gastada, pero es que es exacta– es un viaje
permanente. Con el tiempo, encontré la imagen que deseaba tener. En una
librería de viejo del Spui de Amsterdam acumulaba polvo un libro en el que
aparecía la imagen que yo buscaba desde siempre. Es el grado cero de la
mitología, el ras de la creencia, como supongo que muchos hindúes ven a
Hanuman: un mono de verdad, sentado sobre una roca, pero con corona.
Naturalismo y trascendencia en la misma imagen. El dios de los poetas es un
mono sentado en una roca, pero con corona. Durante estos años no podía
plantearme tener los ocho tomos (edición española) o los dieciséis (edición
mexicana) de las obras completas de Paz. Pero siempre he tenido al mono.
Tampoco he tenido, sino hasta recientemente,
las obras completas de Borges. Me quedé sin ahorros para comprarlas en la
librería Gandhi, hace casi veinte años (lamento descubrir que debo quitar el
"casi"). En las obras completas, sin embargo, no viene el libro de
Borges que más me gusta; bueno, sí viene, pero banalizado. Se llama Atlas, y es uno de sus últimos libros. Es un recorrido por
los lugares y los tiempos de Borges, de Epidauro a Ginebra y de las sagas
escandinavas a las guerras civiles argentinas, a través de imágenes a las que
acompañan textos. A esas alturas, sabemos, Borges no veía, imaginaba. El álbum
de fotos de un ciego es una de las más deliciosas –y crueles, que siempre lo
son- paradojas borgianas.
La foto que a mi me gusta, y que tengo junto al poema
en forma de pájaro y el mono en la pared de las recuperaciones, muestra la mano
de Borges posada sobre una inscripción japonesa. La mano de un viejo ciego
acariciando una piedra con caracteres que desconoce. Esa foto me cura de casi
todo, tanto o más que los poemas suyos que se quedaron durante años en mi
biblioteca abandonada.
El siguiente objeto es también una fotografía.
Ésta es la foto en blanco y negro de un hombre que hace saltar sobre el bastón
a su perro. Suponemos que es su perro y quizá le restamos mérito, porque
es más difícil hacer saltar a un perro callejero, a ese con el que no se tiene
la complicidad del alimento y los muebles rasguñados.
En esos días seguramente
no existía el alimento, la cosa enlatada, sino sobras y huesos aun para los más
finos canes. En esa época probablemente no había tampoco mucha comida ni muchas
sobras. Podemos suponer que el señor está parado sobre Europa en los años
treinta o cuarenta del siglo del cuchillo afilado o quizá está en América, el
sombrero no ayuda a definirlo (y en todo caso, eso atañe a la dieta del perro).
Volviendo al señor, salta a la vista que es paciente y que tiene sentido del
humor: un colérico no acepta las innumerables pruebas para al fin lograr un
único, breve salto, y a un melancólico le parecen inútiles el salto, el perro y
el hombre que los observa. Necesitamos, pues, un señor bonachón y sobre todo
con mucho tiempo libre. El señor, por lo tanto, es relativamente rico (lo cual
resuelve la duda sobre la dieta del perro). Parece joven, más bien en la franja
del “joven aún”, si es que esa sombra es un bigote oscuro. Pero lleva un
bastón. Quizá tiene alguna dolencia o todavía ve en él un signo de estatus o
quizá lo lleva sólo para jugar con el perro, que es, entonces, definitivamente
suyo. ¿Y la cámara que toma la foto? Tomar el bastón al salir de casa y armarse
a la vez de cámara (y fotógrafo) indica no sólo buen carácter: a este señor le
gusta que lo veamos ejercitando su paciencia y logrando un elegante resultado,
ese momento en que al chasquido de los dedos el animal accede a mostrar su
fuerza posible, su gracia elevada sobre el suelo y la sombra que tan bien se
alía con la sombra de su dueño. El pie de foto sólo dice que este señor es
Alfonso Reyes, que escribió más de cien libros, que nació hace doce décadas y
murió hace cinco. El señor y el perro me evitaban penar por los veintiocho
tomos de obras completas que difícilmente podía traer de México. Hasta que un
día, el mismo amigo que me prestó la maleta del primer viaje, me los regaló y
me ayudó a ponerlos en otra maleta, ésta ya mía.
Y hay más
cosas en la pared: una foto de Gonzalo Rojas sentado frente a un Buda que es su
doble y que me da una alegría absurda contemplar; un planisferio de Ptolomeo
que está ahí sólo porque estaba también en las guardas de la Summa de
Maqroll el gaviero de
Álvaro Mutis publicado por el Fondo en México. Recortes, monedas, dibujos,
salidos o en tránsito hacia la poesía. Son mi humilde ayudamemoria, mi cuerda
de salvamento o, como intenté poner en un poema de Nadie puede tocar la
realidad (Béjar, Littera libros, 2008), mi camino hacia arriba y hacia abajo:
Abrí la puerta de nuevo
Al otro lado estaba lo que me espera
cada noche. La marioneta
de Quevedo a la que enseño
a dar largos paseos ciegos.
La foto en la que Alfonso Reyes
hace saltar sobre el bastón a su perro.
El reloj de Praga, las hojas
desordenadas,
el poema en forma de pájaro,
la guía del peregrino, el retrato del
Gonzalo.
El libro vacío que bien visto es
como dos quevedos cuadrados.
La foto del poeta leyendo, aferrado
a sus papeles como si ellos pudieran
llevarlo
a otro lado, la he bautizado como
«balsa de Ulises sin fondo».
Esta puerta es a veces
el camino hacia arriba y hacia abajo.
Sombras de
libros que se han instalado ya en un territorio más allá de la literatura.
Lecturas que ya son otra cosa.
* Publicado originalmente en Antonio Sáez Delgado, Julián
Rodríguez Marcos e Isabel Mª Pérez González (eds.), Lecturas
hispanoamericanas. Actas del X Congreso de Escritores Extremeños, Mérida (España), Editora Regional de Extremadura,
2010, pp. 53-61
Pues yo he intentado, abusando de mis padres, de traérmela completa. En eso llevo más de diez años. No aprendo: ni a dejar de lado lo que hay que dejar de lado, ni a reconocer la distancia. Un gusto leer este texto.
ResponderEliminarSaludos,
CGO
Y un gusto verte por aquí, Christián. Un abrazo.
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