sábado, 23 de noviembre de 2013

Simón el estilita

Robert D. Anderson

 

entonces debes ser simón me dijo señalando mis sandalias
mi torpeza mis ojos llenos de desierto.
Eduardo Chirinos, Humo de incendios lejanos

 






No pidió el privilegio de la piedra. Simón vio en la arena la
única materia válida para el amor, la humilde, la siempre viva.
Se confió a ella con la fe provisional del eremita, del que no
cree en las banderas que arrastra por el desierto. Simón,
Simón, ese fue el nombre que le dio la arena. Del anterior, su
nombre de nacido bajo el sol, ya no se acuerda. La arena lo
llevó a su trono, le mostró el camino hacia arriba y le dio la
columna. Simón, Simón, le dijo un día más claro que otros, no
hay nada fuera del desierto, esto es todo lo que hay que
saber. Toma tu cuerda y sube. Aquí arriba está todo: estás ya
tú y no lo sabes.

••
Descubrió que el equilibrio más peligroso no es el del salto y
la pirueta, sino el de los dos pies firmes en la tierra. Trajo la
tierra a lo alto con una columna y desde ahí fundó el acto de
fe; antes llamó fe al hecho de estar de pie sin hacer nada.
Hundió el cielo en lo profundo, donde la creación ha dejado de
moverse. Este es mi reino, dijo, el de la campana subterránea,
y llamó a los fieles a oficiar bajo los caminos. Rápidamente se
le atribuyó la vista de Linceo y se dijo que veía bajo tierra y
bajo los ojos de los hombres. Él dijo que sólo era el minero
equilibrista, el aprendiz de la piedra más volátil, el que veía las
vetas de la nube.

•••
Sintió vértigo, vio los círculos. Estar arriba no es diferente de ir
cayendo. El único círculo que había era en verdad la columna,
salía de su ombligo y se clavaba en la tierra. Todo es tierra,
círculo, la voz de dios buscándonos en el desierto. Simón
aguzó el oído: para oír ¿había que estar muy arriba o muy
abajo? Tal vez lo mejor era no saberlo. Simón se dispuso a no
saber. No somos nada más que el oído puesto al viento por si
pasa la voz de dios camino del desierto. No somos nada más
que la columna que sujeta tu ombligo a la tierra, nada más
que los círculos cada vez más pequeños con los que la voz de
dios se acerca a la columna. Treinta y siete círculos.

••••
Treinta y siete años llevo en esta columna, me dijo, los
mismos que tú has perdido vagando por el desierto. Cambia
el suelo, las montañas se mueven, la piedra se deshace entre
las manos, así seguirá una y otra vez y tú no escucharás la
voz de dios. Arriba de la columna no hay piedra ni desierto,
sólo aire, y por eso estoy más cerca, no por la altura como
creen los simples. La piedra se ha hecho polvo entre mis
manos y me ha quedado una grieta, acércate y mira. Es en
las grietas donde dios asiente, en el aluvión que dejan los
años en las manos cuando borran las líneas de tu nacimiento.

•••••
Duermo con la cabeza en la orilla de la plataforma, siento el
infinito. Los hombres que se dicen santos buscan durante
años el infinito en este desierto y no ven que está al alcance
de la mano: no necesitan nada más que una columna en
ruinas y poner la cabeza al borde del abismo. En la noche
oigo quince metros por encima y me pregunto qué será oír
mil, diez mil metros por encima, el rumor del mundo cuando
ya ha dejado de ser mundo y es dios fluyendo entre las
nubes. Algunas noches creo que he estado ahí, pero al
despertar no lo recuerdo y sólo veo los quince metros que
me han regalado para alargarme la mirada.

••••••
Noche arriba me olvido de todo y salgo al día. Antes, al
salir, decían que era un loco con una cuerda atada a la
cintura. Nunca he dicho para qué es la cuerda. A menudo
iba a sentarme en la sombra, junto al muro de la escuela, y
oía jugar a los niños. De ahí no me echaban nunca,
porque ¿quién echa a un mendigo que se sienta junto a la
tapia de los niños? Era una cuerda como la que usaban
los niños para saltar, ése es todo el secreto. Llevo la
cuerda porque sentado ahí escuché la voz que me dijo que
saltara como ellos, pero que me quedara arriba. Noche
arriba oigo a los niños jugar, cuando comienza a despuntar
el sol por detrás de mi cabeza.

•••••••
Y después de todo ¿no habrá llamas, sólo la misma
piedra? Así es. Los hombres santos que saben muchas
cosas dicen que el mundo terminará en llamas, pero yo
creo que ya terminó y que de ese fin vienen las piedras.
Vivimos sobre el fin, ya no tenemos que buscarlo. Estamos
encaramados en el fin del mundo, pero nadie busca una
columna para verlo bien desde arriba. Simón, Simón, me
dijo un día más claro que los otros, toma el fin del mundo y
ponlo sobre esta columna, no hay nada fuera del desierto,
esto es todo lo que hay que saber. Toma tu cuerda y sube.
Aquí arriba está todo: estás ya tú y no lo sabes.



* De Campanas subterráneas, México, Aldus-UNICACH, 2012.

Ensayo de Antonio Sánchez Zamarreño sobre este libro en el Fondo Documental Prometeo
Fotografía de Iván Vergara

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Herencias



Dragones

Su tótem era el cocodrilo.
Se quedaban horas mirándose inmóviles
los dos, uno a cada lado del arroyo.
En los zoológicos, llegaba hasta los cocodrilos
y se daba la vuelta para buscar la cafetería.
Se movía con parsimonia en tierra
pero en su elemento era imbatible.
Su elemento eran las palabras,
el aire de las conversaciones.
Tenía los ojos verdes y la piel dura
a golpe de desgracias, pero podía ver el cielo
todo el día, buscar el sol, quedarse absorto
cuando soplaba el viento del norte
como quien no hace nada pero acecha.
Mi padre nació en el año del dragón
de tierra, que será lo más cercano
que los chinos tengan a un cocodrilo.



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En el umbral

Sin aviso, un día de sus ochenta,
mi padre comenzó a armar un rompecabezas
usando piezas de cien rompecabezas diferentes.
Las piezas quizá tenían la forma adecuada
–al fin y al cabo él se las había dado–
pero no lograban un paisaje:
una frase de aquí, un proyecto
que no cuajó hace cuarenta años,
una fecha importante recordada
repentinamente (y que vuelve
a perderse con la misma rapidez)
no suelen encajar muy bien.

Su trabajo diario consistía
en dejar de ser –él mismo
escabulléndosele entre las manos–
con el mismo esfuerzo que había puesto
en llegar a ser. Atrás quedaba
esa planicie entre los dos puntos
de la que vengo yo mismo
y tantas cosas que conozco.
A menudo pienso qué de todo esto,
cuál de estos rostros, estas conversaciones,
estos momentos en los que está todo
y estos en los que no alcanza
a haber nada, acabarán teniendo un lugar
en ese rompecabezas delirante
cuyas piezas se van acumulando
día a día dentro de mí.
Y espero con ganas –como es de justicia–
que este señor de elegante guayabera
al que veo ahora mismo en el umbral
sea una de esas piezas
a las que ya estoy dando forma
con el calor diario de mis manos.


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Herencias

Saqué la pluma y firmé. Felicidades,
acaba de heredar un cocodrilo
de tres metros de largo, una manada
de monos saraguatos, varios garrobos
(si no saben lo que son el diccionario
de americanismos les mostrará un dragón
pequeño color madera) y cuanto consta
en el acta, desde el tucán de la naranja
hasta la boa de la bodega. Efecto inmediato.
Miré la pluma largo rato. Luego pensé
que los animales que mejor conozco 
son de tinta. La guardé. Ahora tengo animales
en el bolsillo. Tal vez, con un poco de suerte,
los dejaré en herencia a mi vez junto con la pluma
Tal vez tenga suerte y ya no dejaré tras de mi 
sólo un montón de tinta seca.

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* De Una fe provisional. Poesía 1992-2012, Cáceres, Ediciones liliputienses, 2013, y Realidad y márgenes. Poesía 1992-2012, México, Coneculta-Chiapas, 2013.


domingo, 10 de noviembre de 2013

Las cosas buscan un lugar en la mirada

Un poema de Eduardo Espina, de los que hay que saborear despacio...



LA PATRIA, UN OBJETO RECIENTE
(Aquí la vida hace como que existe) 

 

La mortalidad de su materia es lo que
da para empezar: a punto de quedarse
deseada encuentra la perla y el apodo.
Vida como dádiva duradera, como ha
sido la del búfalo y detrás, la pantera.
Entre zancadas hasta cruzar la bruma
más allá del alba añadida a la persona
del paje que pregunta por el anfitrión.
A tiempo de tener lo que nunca nació,
la mañana derrama lebreles de brillo,
la letra que a la voz anuncia naciones,
nada más que la solución de siempre.
Llega la lluvia, la costumbre del agua
y el ocio que por cierto cae en desuso:
la luna en el heno hace a la planicie, el
invierno al venado que alcanza a ceder.
Por su hez ha sido el sitio disminuido,
en algo convertido como cuerno y ahí:
la flecha conocida al quedarse clavada,
el cuerpo dispuesto por la posibilidad.
Podría resumirse así: el margen de los
recuerdos origina con el gerundio y la
canción llevada al grazno del susurro.
Ciervo, hierba y loa luego al viento:
la casa encuentra el coto desconocido.
De toda su estatura hace sentir al cielo.
Duerme la piel a pesar de lo que pasa.
Los ojos dan por verdad a las palabras,
las cosas buscan un lugar en la mirada.




*De Eduardo Espina, El cutis patrio, México, Aldus, 2006 y Buenos Aires, Mansalva, 2009.


Reseña de la edición mexicana por José Kozer