sábado, 6 de julio de 2013

El poeta desconocido

de Octavio González



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Durante las severas crisis de identidad que sufría cada vez que recordaba que ni siquiera él mismo sabía quién era a ciencia cierta y se sentía absolutamente perdido en medio de esta sociedad inhumana que desde la era industrial echó a un lado al poeta, salía a la calle con una lámpara encendida a plena luz del día.  Por eso la gente, al pensar que se trataba de un loco o de un payaso excéntrico despedido del circo, lo observaba de lejos y sin atreverse a acercársele ni decirle nada.
Sólo un sociólogo extrovertido que esperaba parado en una esquina el cambio de luz bajo el semáforo, lo observó caminando con la lámpara en alto como buscando a alguien y no pudo contener la curiosidad:
-¿Andas buscando como Diógenes a un hombre justo?
No -le respondió el poeta desconocido con la cabeza gacha-, ando buscando al poeta de hoy, es decir, a mí mismo, pero no lo consigo.
  
77
El poeta y el eremita comienzan a ser después del yermo...

44
Todo poeta debería aprender el oficio de relojero antes de decidirse a escribir...
 
53
La poesía es una forma de ser que acarrea grandes problemas a la forma de estar...


Octavio González, de la serie Levitaciones
57
Antes que despegara del aeropuerto el avión que lo llevaría de regreso a su país, el poeta desconocido recordó sentado en su asiento todas las postales que había enviado a sus amigos desde que se encontraba viajando. Postales efusivas donde había vaciado sin ambages el sentir del instante, postales exentas de toda retórica y de los formulismos al uso donde se había desnudado del todo, postales fieles a los estremecimientos del ser donde se había dejado la piel en cada palabra, postales... De manera que cuando las azafatas recomendaron a los pasajeros abrocharse los cinturones de seguridad porque el capitán de la nave estaba a punto de tomar pista para despegar, el poeta desconocido observó a través de la ventanilla el país hermoso que dejaba y lamentó en lo profundo de su fibra más sensible que la aventura enriquecedora terminara, y cuando el avión aceleró tomó su pluma antes de que despegara y resumió en una frase escrita a mil kilómetros por hora todas las enseñanzas del viaje: "Los poemas deberían escribirse con la misma efusividad que ponemos en las tarjetas postales".



38
Comenzaba a preparar en la cocina de su apartamento uno de sus platos favoritos cuando vio su interior y se detuvo. Ya había pelado tres dientes de ajo, dos zanahorias, cuatro tomates, y cuando llegó al fin a la cebolla y la partió en dos mitades, observó en su composición interna una enseñanza más de la naturaleza digna de engrosar las filas de su arte poética. Así que bajó el volumen de la radio donde escuchaba algo de música mientras cocinaba, tomó en sus manos una de las mitades dispuestas sobre la tabla de cortar y observó atento los círculos concéntricos que conformaban su maravilloso ensamblaje. Lo asombró todavía más la geometría impecable de su constitución cuando comenzó a desmembrar las capas circulares que se aglutinaban pegadas unas a otras en forma descendente hasta llegar a un centro irradiador desde donde también ascendían conforme él las iba recolocando y armaba de nuevo la media cebolla deshecha. Pasados unos instantes tomó en sus manos la otra mitad y repitió la misma operación hasta llegar a desmembrarla y reconstruirla observando esta vez el mismo fenómeno. Después se lavó las manos, secó el par de lágrimas que el picor le había arrancado y fue de inmediato hasta su cuaderno de notas para apuntar otra pequeña sentencia con los ojos todavía enrojecidos: "La estructura de la cebolla y la del poema son una y la misma: girar en capas o versos en torno a un único centro".

Octavio González, de la serie Levitaciones

16
La mañana silenciosa de domingo en que leía acostado en su cama, escuchó el sonido del timbre como una verdadera violación. Así que soltó el libro indignado, se levantó refunfuñando y fue hasta la puerta. Caminó despacio para no hacer el menor ruido, y con la misma parsimonia de un lobo hambriento a punto de atacar, observó a través del ojo mágico para ver quién era el desalmado que se atrevía a molestarlo en mitad de la calma mañana. Pero no pudo saber de quién se trataba porque el rellano del pasillo permanecía en penumbras y sólo divisó un bulto negro. Entonces dudó en abrir la puerta, y cuando ya estaba decidido a retirarse sin atender la inoportuna visita, escuchó al otro lado la respiración asmática y la voz gangosa de un anciano:
-Buenos días, sé que usted está allí; disculpe la molestia y el atrevimiento de presentarme en su casa a estas horas y sin previo aviso, pero sería tan amable de abrir la puerta. Vengo en nombre de Dios.
El poeta desconocido vaciló en responder, y al saberse descubierto dentro de la casa, no tuvo otro remedio que acceder a la petición; no obstante, apenas entreabrió la puerta para preservar un poco su intimidad, ya que estaba desnudo.
-¿Qué desea?- preguntó de forma cortante.
-Soy vendedor de Biblias- respondió el bulto negro.
-¿Entonces viene en nombre de Dios o del dinero?
El viejo guardó silencio durante un rato. Su respiración aumentaba en el pasillo y se escuchaba cómo la dificultad para respirar iba en ascenso.
-Vengo en nombre de su salvación- dijo luego de intentar mantener la calma, olvidar la ofensa y poner la otra mejilla como buen cristiano.
-Yo no necesito que me salven. Mucho menos en mitad de una deliciosa mañana de domingo.
-¡Ah!, ¿sí? ¿Y quién es usted?
El poeta desconocido vaciló en responder ante el gran desconocimiento que tenía inclusive de sí mismo, pues pasaban los años y seguía sin descubrirse ni hallar su propio nombre. ¿Quién era él parado en su puerta a media mañana, desnudo, y hablando con otro desconocido? De manera que luego de considerar su absoluto anonimato, optó por la opción que le pareció más sensata:
-Soy un simple desconocido más, el último de la fila, un don nadie que ya arrastra su propia cruz y no necesita comprar otra.
-Pues entonces la Biblia puede salvarlo- dijo esta vez el bulto negro-. Recuerde el famoso pasaje donde se dice que los últimos serán los primeros.
-Por supuesto que lo recuerdo, pero la diferencia es que yo elegí ser el último.
-¿Y por qué tomó esa elección? ¿Es por casualidad usted un buen cristiano que en el fondo espera ser retribuido por la divinidad?
-Elegí ser el último porque los últimos son los más libres- le respondió el poeta desconocido antes de dar un fuerte portazo y volver a sus lecturas.
 
  
* De Octavio González, El poeta desconocido, Mérida (Venezuela), Librería Ifigenia-Centro Nacional del Libro, 2009.

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