lunes, 2 de septiembre de 2013

Dos poemas con bostezos y dolor de cabeza



Mi perro de los aeropuertos

Cuando todo estaba colocado y el coche
rodaba con su olor aquel de aceite amargo,

a esa hora de la madrugada
de la que no puede resultar nada bueno.
El perro echaba a correr detrás de nosotros,
la lengua, los ojos brillantes, las patas finalmente
derrotadas quedaban por un rato entre el polvo
atrás y el mundo era grande e innecesario.
Era el perro de mi niñez, el que siempre
se me quedaba mirando desde la carretera.
No he dejado de verlo desde entonces
en los aeropuertos, los taxis, las estaciones,
su mirada preguntando siempre adónde voy,
para qué voy, a esa hora de la madrugada
en la que el mundo
sigue siendo grande e innecesario.





Periféricos

El jet lag, los husos, los cambios horarios,
llámalos como quieras, son en verdad rincones
de una casa a la que se vuelve de vez en cuando.
Buscas primero lo que dejaste la última vez,
ordenas un poco, deshaces la maleta.
Te asomas a la ventana si no puedes dormir,
te levantas a las cinco a ver los primeros coches
en el periférico. Siempre piensas lo mismo,
que eres tú el que va en ese Volkswagen al trabajo
y que quien te ve desde la ventana, ese turista,
no es más que un punto borroso, puesto
por error en una franja horaria
que no le corresponde: ya verás cómo
por la tarde, al hacer el viaje de regreso
ya estará dormido porque es de noche en su país,
y tú pasarás de largo en tu Volkswagen
deseando que caiga la noche en el tuyo.



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* De Una fe provisional. Poesía 1992-2012, Cáceres, Ediciones liliputienses, 2013.

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